lunes, abril 14, 2008

Unidad contra democracia

No sé si existen encuestas sobre este tema, pero intuyo que muchos de los ciudadanos consideran que el nivel de democracia interna dentro de los partidos es bajísimo y que los miembros de los partidos se conforman con seguir ciegamente las indicaciones del jefe de turno, sea nacional, regional o local, para ver si les cae algo en forma de cargo público.

Si esto fuera cierto, los ciudadanos deberían recompensar a los partidos que practican la democracia interna, en los que el debate ideológico y organizativo está vivo y que celebra sus congresos con una pluralidad de candidatos.

Pero no es así, los ciudadanos consideran que debatir, discutir y votar entre alternativas no es el ejercicio de la democracia, sino uno de los peores males que puede acontecer en un partido: la división. La consecuencia es que no merece la pena votar a un partido dividido.

Por ello los estrategas y dirigentes de cada partido se han esforzado en minimizar las diferencias dentro del partido para dar una imagen monolítica, o para serlo realmente. Por más que digan los ciudadanos en sus charlas políticas o en las encuestas, está claro que a la hora de votar se olvidan del discurso correcto de la renovación democrática y prefiere un partido absolutamente liso.

¿Por qué sucede esto? ¿Por qué los electores apoyan moralmente una cosa y la castigan en las urnas?

La concepción de que la unidad es un valor más que importante, sino casi absoluto, viene del Franquismo. Eso de “una, grande y libre” ha calado en el subconsciente político de los españoles, por más que se niegue. La discusión pública, el debate ante todos y la discrepancia manifiesta es vista como algo poco agradable y, por tanto, como algo poco deseable. Es la consecuencia de inocular a varias generaciones la idea de que la diferencia de posturas es insana y que encubre una verdad superior y única.

La concepción tradicionalista, conservadora y religiosa que inspiraba ese engendro autoritario y fascista del Franquismo comparaba el Estado y la actividad política con la familia y la vida familiar. La familia tiene, en su concepción, una cabeza natural y ésta, el padre de familia, la que se encarga de todos los asuntos familiares, ahorrándoles las dificultades de ocuparse de asuntos de su incumbencia. Bien se ha podido producir una deseo de que la política sea vicaria y que las opciones sean pocas y claras.

La política democrática española se ha cimentado sobre liderazgos carismáticos, espontáneos o construidos. Se pide a los líderes de las formaciones que su carácter convenza, que su oratoria arrastre a los que le escuchan hasta votar al partido que dirigen. Esos líderes carismáticos ocupan el lugar de ese mítico “padre de familia” y su presencia se justifica en sus propias personas y toda legitimación añadida es espúrea innecesaria.

A todo este conjunto podemos añadir el hecho de que nuestra política y, en especial, nuestros procesos electorales van adquiriendo características cada vez más presidencialistas, el debilitamiento de la importancia de los partidos y de su vida ha ido en caída libre. Si a ello añadimos el fichaje directo de personas ajenas al partido para tareas de responsabilidad cuando se ejerce el poder, la importancia de las relaciones de partido y de la democracia interna pierde valor progresivamente.

La situación es que la unidad vence a la democracia. Los electores prefieren un partido unido, o que dé la imagen de unidad, a un partido verdaderamente democrático. Esta preferencia por la unidad frente a las diferencias que la democracia produce, podemos verla también en el gusto de los ciudadanos por los “Pactos de Estado”, otra forma de soslayar la pluralidad democrática a favor de la unidad.

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