miércoles, octubre 03, 2007

Diputaciones provinciales

La creación de las diputaciones provinciales fue obra de la Constitución Española de 1812. Su historia inicial fue tan tormentosa como la del texto constitucional que las instauró y se convirtió en una parte del programa liberal. La idea original de las diputaciones era la de otorgar cierta autonomía administrativa al nuevo ente territorial: la provincia.

Hasta la definitiva distribución provincial de Juan de Burgos las diputaciones no se consolidaron, aunque continuaron las tensiones entre quiénes pensaban que eran entes autónomos y quiénes consideraban que constituían parte de lo que hoy denominaríamos la “Administración periférica del Estado”.

Parece que nadie pensó en serio qué hacer con las diputaciones provinciales en el momento de redactar la vigente Constitución, como tampoco no se tuvo en cuenta la capacidad expansiva del sistema autonómico que la Constitución preveía. Dado que la mente de los constituyentes no pensaba que todo el territorio nacional fuera a acceder a la autonomía política, ideada solamente para zonas muy concretas.

La consecuencia de esa imprevisión es que las diputaciones provinciales, concebidas como ente local, se han quedado en una especie de tierra de nadie, política y competencialmente. A eso le añadimos que las diputaciones se encuentran sometidas, en cuanto a su regulación legal, tanto a la legislación del Estado en materia local como a la legislación de desarrollo de las distintas comunidades autónomas. El resultado es que junto a la Ley reguladora de las bases del régimen local, el Texto refundido de normas legales vigentes en materia local y a los numerosos reglamentos estatales aplicables, con el inefable Reglamento de servicios de las corporaciones locales a la cabeza, tenemos también la participación de legislación autonómica en materia de administración local, es decir, municipios y diputaciones, además de la nueva generación de nuevos entes intermedios que desafían a la imaginación administrativista más calenturienta.

Las comunidades autónomas son gobiernos y administraciones relativamente nuevas, que quieren consolidar su terreno y ampliarlo todo lo que les sea posible. Y allí, perdidas en tierra de nadie se encuentran las diputaciones provinciales, con mucha dificultad para justificar políticamente su existencia, cuando el espacio de ente intermedio entre el municipio y el Estado ya está ocupado por las autonomías, con una legitimidad democrática mayor que la que proporciona la elección indirecta de las diputaciones. La consecuencia es que el Tribunal Constitucional ha tenido que pronunciarse ya en varias ocasiones sobre leyes autonómicas reguladores de la función local en cuanto afectaban sustancialmente a las competencias de las diputaciones.

Incluso en las Comunidades Autónomas en las que no se ha tocado la regulación estatal de las diputaciones, la ciudadanía se pregunta una y otra vez para qué sirven las diputaciones, exceptuando el palpable hecho de que se proporciona mucho empleo público y altos cargos de esos que molan a los políticos (lo mismo mañana hablo de eso).

La existencia de una administración, por más territorial que sea, tiene que ser suficientemente justificada. El mero hecho de que las diputaciones existan no sirve de argumento suficiente a la hora de mantenerlas. Por sorprendente que parezca la posición del Tribunal Constitucional ha sido ésta, por más que hayan querido disfrazarlo la posición del Tribunal ha sido la siguiente: ya que las diputaciones existen, hay que buscarle una justificación constitucional que las hagan necesarias.

El Tribunal Constitucional, en repetidas sentencias (por ejemplo las SSTC 32/81, 27/87 o 109/98), ha tenido ocasión de pronunciarse sobre la situación constitucional de las diputaciones. Ha mantenido lo que podríamos denominar “explicación ontológica” que puede enunciarse diciendo que todo lo que existe es necesariamente constitucional por el mero hecho de existir, incluyendo una necesidad constitucional, por lo que no puede ser eliminado.

El Tribunal Constitucional ha recurrido a la oxidada teoría de la garantía institucional, del jurista alemán Carl Schmitt, al mantener que aunque en la Constitución no haya una mención expresa de las diputaciones las provincias son más que meras circunscripciones electoral (u otras menciones en el texto), por lo que debe haber una administración en ese territorio. Cabría preguntarle a nuestro alto Tribunal por los motivos de recurrir a una teoría propia de una Constitución, la Reichsverfassung, que no contemplaba el control judicial de constitucionalidad de los actos con rango legal, cuando nosotros sí nos encontramos dentro de un ordenamiento jurídico que no sólo tiene previsto este control, sino que además el control es centralizado.

Lo más sorprendente de todo y que demuestra la inconsistencia de la “explicación ontológica” es que el Tribunal termina adoptando la “explicación teleológica” después de solemnes proclamas de la necesidad (y consecuente ineludibilidad) de las diputaciones provinciales. La “explicación teleológica” en puridad consiste en justificar la existencia de una administración en función de las competencias que tiene atribuidas y de la mayor idoneidad de esa administración para la eficaz ejecución de sus competencias.

En principio la “explicación ontológica” no necesita de la “teleológica”, ya que la propia naturaleza administrativa de la administración conlleva unas competencias inherentes que no necesitan ser explicitadas, aunque sí deban ser concretadas normativamente. En el caso de las diputaciones provinciales no pasa esto, sino que a pesar de la indubitable existencia y la rebuscada garantía que el Tribunal Constitucional coloca en torno a las corporaciones provinciales, no es capaz de mostrar lo evidente: las competencias inherentes a una administración necesaria.

El Tribunal se conforma con exigir un mínimo de competencias sin poder siquiera trazar unos difusos límites generales. Sobre lo que el Constitucional pasa por alto es lo que en Filosofía de la Ciencia se llama contraejemplo a una teoría científica, que es la eliminación de las administraciones provinciales en las comunidades autónomas uniprovinciales, asumiendo la Comunidad todas las funciones de las diputaciones, incluso el mínimo con garantía institucional. ¿No se violaría en el caso de las comunidades uniprovinciales la garantía institucional proclama en la jurisprudencia constitucional? Si algo es necesario y por tanto ineludible, en consecuencia debería estar presente incluso en las comunidades uniprovinciales.

Finalmente, otra pregunta retórica, si las diputaciones provinciales son necesarias, y en consecuencia ineludibles, ¿por qué hay partes del territorio nacional (las ciudades autónomas de Ceuta y Melilla) que no se encuentran encuadradas en ninguna provincia y no están bajo el amparo de ninguna diputación provincial.

El Tribunal Constitucional en su intento de imposibilitar a las comunidades autónomas la posibilidad de vaciar de competencias a las diputaciones, lo que ha conseguido es imposibilitar que el Estado pueda suprimirlas sin pasar por una reforma constitucional que desarticule esa garantía “ad hoc” que los magistrados vieron en el texto constitucional, pero que los demás aún no hemos conseguido encontrar.

El planteamiento ontológico siempre fracasa cuando quiere aplicarse fuera del plano de un estado dotado de soberanía, ya que las competencias soberanas están lo suficientemente definidas. Tanto en el plano de la administración territorial infraestatal como en el de la administración institucional o instrumental la única explicación que justifique la existencia de una administración es la “explicación teleológica”.

Las diputaciones provinciales no tienen ni las competencias suficientes, inherentes o atribuidas, que justifiquen la existencia de las corporaciones provinciales. Las obras en localidades de la provincia, el mantenimiento de determinadas instituciones o la promoción de actividades locales pueden ser desarrolladas con igual o mayor efectividad por las administraciones autonómicas correspondientes. Habrá quién diga que las autonomías pudieron no establecer una administración periférica y servirse de las diputaciones provinciales, pero creo que la ejecución de una política debe estar en manos de la misma legitimidad que la autoriza, asunto que no se garantiza en el caso de las diputaciones.

No sé si será mucho, pero creo que todos los españoles podríamos ahorrarnos un buen dinero si elimináramos las diputaciones provinciales de la faz de nuestro país. Los funcionarios habría que recolocarlos, pero desaparecerían cientos o miles de altos cargos e inversiones costosas si se comparan con sus resultados. De camino se podrían vender o transferir extensas propiedades de estas corporaciones para que las administraciones que se dedican a las cosas importantes, como la sanidad o la educación, puedan “hacer caja” o patrimonializar, que nunca está de más.

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